Adiós.

Hace seis años que me enamoré por primera vez, de un chico que me hizo sufrir lo peor (a mí me lo parecía por aquel entonces), durante y al acabar la fase del desamor. Incluso cuando nos propusimos ser amigos. Aunque reconozco que yo también fui culpable de la forma tan retorcida que tomó nuestra “amistad”. 

A pesar de ello, le seguía buscando como la mosca que se da de bruces contra un cristal hasta que alguien, por fin, le abre la ventana. 

Lo nuestro llevaba caducado mucho tiempo y yo tardé en darme cuenta.  

Me esforzaba por mantener la conversación, seguía sus recomendaciones de series y libros para poder comentarlas pero nos fuimos distanciando, inevitablemente. Ya no estábamos en la misma clase, me cambié de colegio, dejamos de quedar… Preferimos otras compañías. 


En general, él me era indiferente hasta que llegaba abril. Su cumpleaños es una semana antes que el mío, muy fácil de recordar. Yo le felicitaba siempre porque sabía que él también lo haría. Era una especie de tregua: dejar a un lado los malos recuerdos que invocaban nuestros nombres en la pantalla para escribirnos un mensaje bonito que nos haría mejores personas. Aún me preocupaba ofenderle si no le dedicaba un par de minutos en su día.

Pero apenas tiene sentido a estas alturas de la historia, cuando no somos nada. Puedo prescindir de esta hipocresía y empezar a olvidar. Me voy a liberar. 

Quizás le sorprenda que este 2020, me niegue a felicitarle los dieciocho, el año “más importante” de nuestras vidas adolescentes. Acabo de romper este círculo vicioso, pisando fuerte. 

Es una victoria que me merezco.