¿Dónde estás?

¿Cómo te va la vida? Que últimamente apenas sé de ti. 

Pareces feliz, más tranquila pero ojalá formase parte de tu día a día para poder comprobarlo yo misma. 

Mi gran problema contigo es que te echo de menos y me da miedo decírtelo sinceramente, sin sarcasmo o burlas que lo camuflen, como suelo hacer. Por si tú no te sientes igual, por si has superado nuestra amistad. 

Tengo la terrible sensación de que ya no somos lo que éramos y soy la única que no está conforme con el cambio, la que quiere arreglarlo, la que te tiende la mano.

¿Crees que debería avanzar? La verdad es que estoy inevitablemente colgada de la complicidad que teníamos en nuestros comienzos, tres años atrás. 

Entonces, nos prometimos un futuro brillante. En él, íbamos a hacernos adultas juntas, luego ancianas jugadoras del bingo y obsesionadas con el yoga. Hasta hace poco, yo aún albergaba esperanzas porque nuestras imaginaciones se hiciesen realidad, a pesar de tu independencia y mi orgullo.

 

Ahora, hay sentimientos que se enfrían en mi interior y amenazan con irse. Yo intento convencerles de que se queden. Me declaran la guerra, rebeldes, mientras espero a que despiertes y me leas. 

Los mensajes “en visto” me torturan. Las historias ignoradas. Eres mucho más que las ocasionales notificaciones que me saltan en redes con tu nombre. Hace tiempo que desistí en buscarles el sentido pero al menos están, recordándome que sigues conmigo aunque a tu manera. Es algo mejor que el silencio total. 

 

Te necesito para hablar en voz alta de aquello que no nos decimos y resucitar las conversaciones que abruptamente, dejamos de tener. Los planes que tampoco hacemos: los mojitos olvidados, los paseos eternos por toda Sevilla, reírnos… Esas carcajadas tontas y sonoras que siempre has sabido provocarme.

A veces pienso en renunciar a ti, al  “antes” que quizás no pueda recuperarse. Enseguida me doy cuenta que ni siquiera sé cómo hacerlo, por dónde empezar. Me falta tantísima fuerza de voluntad.