A la altura de un avión.

Anoche, al ir a arreglar a los pájaros, escuché el fuerte estruendo de un avión que nos sobrevolaba. Sentí la tierra retumbar y pude ver sus lucecitas penetrando las pocas nubes que quedaban en el cielo. Mi perro Ginger gemía, porque es muy asustadizo con aquello que nos supera con creces. Mi otro perro Willow no le echó mucha cuenta. Él entendía que el avión quedaba a lo lejos y que no le iba a suponer ninguna amenaza. Pero a mi me encantan los aviones por dos razones: La primera, es porque me imagino que mis pensamientos están tan lejos como los pájaros que los acompañan. El segundo motivo es quizás el más sentimental; me imagino las historias de los pasajeros, ahora amarrados a los asientos para remediar las turbulencias. Asustados, algunos histéricos... Y otros emocionados. Me gusta imaginar sus trayectorias en el aeropuerto, los sándwiches precocinados, los cafés ya fríos. Las maletas que pesan demasiado llenas de por si acasos. Me entretengo imaginando hacia dónde se dirigen y qué les trajo a comprar el billete. Pero lo que más me llama cuando oigo un avión, es el deseo de que pronto yo estaré montado en uno. Destinada a algún sitio frío cuánto más lejos de aquí mejor. Y por muy introvertida que suene, centrada únicamente en los estudios. Como distracción de aquello que preferirías no volver a pensar.

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