Abril.
Dentro de exactamente un mes, cumplo dieciséis años vividos en esta tierra. Dieciséis años en la misma casa, con la misma familia aunque distinta ropa, distintas mascotas y mil recuerdos que en ocasiones, me hacen sentir otra persona. Más mayor.
Anoche, me estuve preguntando si ese tiempo que pronto voy a hacer, era mucho o poco y creo que no acabo de zanjar el tema, puesto que es en sí, muy relativo:
Dieciséis años pueden suponer toda una vida para un perro o gato. La infancia puede durar dieciséis años (entonces llega la adolescencia). Las lavadoras (antes) duraban dieciséis años.
Sin embargo, hay personas cuyas edades son quíntuples a la mía y eso sí que es haber vivido. Entonces, ¿por qué no simpatizo con la niña que soy?
Hace un par de días, leí sobre un estudio que publicaron unos alumnos universitarios. Llevaron a cabo un experimento que consistía en pedirles a un grupo de personas que contaran dos minutos para ver cómo los percibían. En aquel grupo, había gente de todas las edades y quienes más acertaron, fueron los ancianos y no los jóvenes (que parecían tener una ávida e impaciente noción de esos minutos).
Las conclusiones que sacaron con el experimento, me han hecho reflexionar. Se me ocurren dos explicaciones para justificar la sensación que describía antes:
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Gozo de demasiada juventud.
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He vivido experiencias que me han hecho envejecer.
Es curioso la cantidad de emociones ocultas que destapan los cumpleaños.