Benditas distancias.

      Junto con morirse y morderte, lo peor que un animal puede hacerte es escaparse. Mi conejo de tan sólo ocho meses (la rebeldía no tiene edad) se dio a la fuga hace tres días.

     Cuando me di cuenta que no estaba pastando en su sitio habitual (entre la maleza de la parte de atrás del jardín), salí en busca de mi padre. Él me acompañó de vuelta para asegurarse de que verdaderamente, el conejo Elmo, se había escapado. Nos vestimos en un frenesí de dudas y preocupaciones. Dónde estará? Lo habrá pillado un coche? Qué no le hemos dado, en qué hemos fallado? Por qué nos ha hecho esto?

    Ayer lo encontró mi madre a través de un foro comunitario. Para mí fue un gran alivio llegar a casa y verlo tumbado en su jaula. Todavía no me creía que hubiera vuelto y para asegurarme, tuve que cogerlo en brazos. Olía a calle y temblaba como un huevo haciéndose a la sartén. Pasado un rato, volví a acariciarle, una y otra vez, haciendo nudos con su pelaje. Le susurré que sentía que su aventura en el exterior fuera tan traumática. Si es que ni siquiera parecía el mismo! Estaba dócil, cariñoso y asustado.

    

   Las novelas trágicas coinciden en que la tristeza le hace a uno sabio. Elmo ha debido de sufrir muchísimo porque ha envejecido más de lo que su cuerpo muestra.

 

Aún no he escrito ninguna novela pero, rellenar su comedero por primera vez desde su llegada, me ha hecho reflexionar. Disfruté de su compañía a diario pero a partir de hoy, la atesoro porque podría volver a darme el susto.

 

Es una pena que tengamos que ausentarnos de vez en cuando para sentirnos valorados porque los conejos no son los únicos que luchan por atención. 

 

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