Cariño milagroso.
Ayer sábado salí con un grupo de amigos a patinar sobre hielo. Tras muchas risas y caídas torpes, se hizo la noche. Eran las nueve y media cuando decidimos irnos a casa; la oscuridad impedía incluso vernos los guantes.
Cogí el metro y esperé la llegada de mi parada. Piqué por última vez y a mi salida, avisté un perro altísimo (como mi cintura) de pelaje largo y sedoso, con matices avellana. Parecía que el otoño se hubiera reencarnado en forma animal.
“Teka” rezaba el collar.
Me acerqué a pedirle permiso a la dueña, una chica de veinte años con gafas grandes y una sonrisa preciosa, para acariciar a Teka que instantáneamente se me subió encima y me agasajó con lengüetazos.
“Es súper cariñosa como has comprobado.” Ríe ella, “Me llamo Alex (de Alexandra).”
“Encantada, yo soy Irene. Qué llamativa es Teka, de dónde la sacaste?”
“De la perrera.”
“Le cambiarías la vida.” Digo yo.
Alex se encoge de hombros: “No tanto como ella a mí.. Sufro de trastorno de personalidad y me la recomendaron para sanar. Quieres oír la historia? Tú me inspiras confianza.”
Por supuesto que dije que sí, me moría de ganas por saber y así comenzó su bonita historia de afecto, desesperación y finalmente superación, que fui muy afortunada de escuchar y que acabó con tres llamadas sin atender de mi madre. Bueno, las ganancias fueron mayores.
Al regresar a casa, las palabras de Alex resonaron en mi cabeza; “mi perrita es la mejor terapia que he podido recibir, sin ella no estaría aquí.”
Cuánta razón.. Pienso yo, mientras me tumbo junto a mis propios perros, mayores y dependientes, que también ayudaron con lo mío.
Qué difícil sería la vida sin ellos, son un agradecimiento diario.