Flores; nunca mustias.
Mi padre conocía al encargado de un puesto de flores en la calle anterior a la Plaza Nueva. Yo conozco a su hijo, que se encargó del negocio al fallecer. Es como si hubiéramos heredado la relación que previamente trabajaron nuestros padres. Casi todos los días me detengo a admirar sus plantas; las que aún no se habían abierto, las cabezas de otras separadas de los tallos. Le pregunto por las extrañas que no había visto nunca y él me regala sus nombres. Después, con dos sonrisas (por ambas partes) nos despedimos. Lo mejor de mi día fueron las cabezas de aquella flores a las que había decapitado y apartado. Me contó que los clientes las considerarían feas o pasadas. Me preguntó si yo las quería. Seguro que os imagináis mi respuesta; pensé en llevárselas a mi abuelo. Así que, mientras esperaba al tranvía, las enredé entre mis dedos, acariciando los pétalos con delicadeza. Las examiné con detenimiento, preguntándome por qué las rechazaría alguien, pues para mí eran perfectas. Todavía no conquistaba el marrón sus hojas, tampoco se me hundían las púas en los dedos. Sí es verdad que las flores prefiero verlas en su tierra. Ancladas a ella. Pero entiendo por qué las tenemos en casa; son un claro ejemplo del ciclo que sigue la vida. Ese que se divide en cuatro partes; nacemos y nos admiran, evolucionamos, maduramos y nos encogemos a morir, sintiendo el peso de la mínima brisa en los hombros. Pero la semilla que tan concienzudamente fabricamos, perdura. Además, estará rodeada de una generación entera de otras semillas que barren la carga de envejecer. No se encorvan bajo sus penas y ascienden en el recuerdo de sus padres. Florecer es una cosa muy difícil, pero es admirable. Estén desmenuzadas, pisadas, entre las mandíbulas de un perro. Bajo tierra o en un jarrón. Yo las traigo a mi casa, a la de mi abuela. Quiero que se vean, que aprendamos esta lección.