Furioso.

Esta es la historia de un niño al que las palabras poco le importaban.

Las usaba (porque no le quedaba otra); para asentir en clase, intercambiar impresiones con sus tíos sobre partidos de fútbol, contarle a su hermana cosas triviales sobre su día o gritarle tonterías a sus amigos, cuando se conectaban simultáneamente a jugar online.

 

Las trataba como calcetines viejos que se deshacen en agujeros que agrandar con los dedos.

Él no las valoraba demasiado pero eran amigos.

 

Entonces conoció a una chica que su vocabulario hizo ampliar y las palabras se tornaron dulces y bonitas. Simpáticas, graciosas, alegres.

Hablaban tanto que pensé que las conversaciones podían agotarse pero eso aún no ha sucedido.

Ahora sólo las escucha ella porque él así lo ha decidido.

 

Sus padres agudizan el oído para asegurarse de que el chico no se ha vuelto mudo porque a ellos no les dedica palabras de ningún tipo.

Un enorme silencio, un extenso vacío. Parece un agujero negro: imposible de llenar.

 

Me pregunto si no se le olvidarán con el tiempo, si se convertirán en tristes ecos de lo que solían ser risas y cariño.

Parece que su voz se hubiese escondido en un océano revuelto que brama furioso y causa naufragios.

Podría ser peligroso aunque creo que simplemente está asustado.