Hey there little city girl.
A todas esas chicas que se creen de ciudad (así traduce mi título) y que piensan que no pueden con el campo; yo también pensé que no podría despegarme de la plancha que quema mi pelo a diario, que mi autoestima no me permitiría dejar de estar tan pendiente de mí misma. Que no podría aguantar el sofocante calor que pegaba mi camisa a mi cuerpo. Que me enredaría entre tanta telaraña y que se me caerían las piernas de picor por las hierbas salvajes. Pero queridas chicas de ciudad ,que os estaréis mirando el peinado en el reflejo de la pantalla del ordenador, no es demasiado tarde para daros cuenta que el campo es maravilloso. Porque a veces dudo de si soy tan terriblemente superficial, que no me percato de las maravillas que me rodean. Y sin embargo, ayer concluí que no, que no lo soy. Ayer yo fui al campo. Y disfruté como una posesa. Lo toqué todo, rocé las hojas de las higueras que se agachaban desde arriba, me llené de tierra, me estiré cogiendo moras. Me reí cuando se me explotaban entre los dedos y me chorreaban por el brazo. Corrí cuesta abajo, me pinché con los hierbajos. Sentí el fuerte tronco de las encinas, pasé las manos por el musgo rebelde, que parecía ovillos de lana enredados. Olí el fuerte olor a queso rulo de los chivos. Bebí agua pura de un manantial y metí las piernas en el agua fría para calmarme el picor. Volví a beber más agua para tragarme el antiséptico que mi madre llevaba en el bolsillo de su pantalón (para la alergia). Acaricié el áspero pelaje de Peter, un teckel de pelo duro. Probé los tomates más gordos que he visto nunca. Y no pasó nada. Así que chica de ciudad, abandona tus costumbres, que es hora de cambiar.
Cuando llegué a casa me di una ducha. Eran las 12 y nunca me supo tan bien.