Mi perro Ginger.

Yo tengo dos perros, el uno muy distinto del otro. Uno se llama Willow (un cruce de labrador negro con Staffordshire) y luego está Ginger. (un boxer canela). A Willow lo rescatamos hace 6 años más o menos. Y compramos a Ginger cuando era sólo un cachorro. Al ser de la calle, Willow siempre busca caricias. Y Ginger es más independiente y pasota. Yo le hacía caratoñas a Willow pensando que si a Ginger le importaba, no lo mostraba. Siendo esto la mar de curioso, pues es Ginger el expresivo y no Willow. Hay cierta rivalidad entre ellos. Yo protegía a Willow. Hasta que noté que mi otro perro estaba dolido. Fue entonces cuando me decidí acercarme a él. Y me dio la sensación que me ignoraba. Algo comprensible, en vista de que yo le había hecho lo mismo. Continuamos en esa fina línea tensa varios días. Hasta ayer. Me fui afuera a dibujar al fresquito y Ginger vino como una cabra loca. Saltando con la lengua fuera. Se calmó, apoyó su cabecita en mi pierna y se quedó dormido. Le levanté una orejita y le susurro; Tendemos a hacer esto con las personas; exigirles ser lo que sencillamente, no son. Dicen que los perros se parecen a sus dueños. Ginger es muy parecido a mi padre. Sensible, observador, con la mirada siempre perdida, cansado, goloso.. Único. Ginger no va a ser tan cariñoso como Willow nunca. Pero su cariño es especial. Es otra forma de al fin y al cabo, lo mismo. A día de hoy acepto su forma de ser, su pelaje duro, sus líneas de preocupación que me gusta suavizar con los dedos. Esos ojos nublados y atrevidos. La orejita que se le tuerce y le hace parecer un osezno. Es hora de dejar de pedir tanto. No sólo con los animales. Pero ellos por encima de nadie no lo merecen.