Misión cumplida.

     Cuando algo me inquieta, acostumbro a sentarme sobre un cojín en el porche a leer y contar estrellas (si se dejan ver), con una mano envuelta alrededor de mi vela de citronela. Su función es espantar mosquitos pero yo le añado otra más; tranquilizarme. Siento que en estos momentos débiles (a veces provocados por un sueño interrumpido), mi única constancia es la llama de la vela. Lo sé todo de ella: cuándo se inundará de cera y cuándo corre peligro de apagarse. Es un círculo monótono que ayuda a poner mis ideas en orden.


Hoy, la causante de mi visita al exterior, ha sido la impotencia. Me siento inútil, como si no tuviera propósito. Como si ya no se me necesitara..

Dentro de poco, un grupo de chicos con el que estaba muy atada, organizan una quedada. La fecha decidida me venía mal: yo estaría bañándome en el mar. Me invade la desilusión porque me intereso por ellos y estaba deseando repetir un encuentro divertido. Sin embargo, apenas si puse resistencia: no se rehacen los planes por una persona, y menos si no se les echa en falta.

También se me presentó este sentimiento cuando agrandé (un poquillo) mis amistades. Apenas hago conversación con la misma persona si el grupo tiene otras que ofrecer.

Creo que por fin entiendo la mayor desventaja de ser padre: ver cómo tus hijos rechazan ayuda. Ya no piden consejo, creen que no queda nada por enseñar. No tengo hijos pero ya me aterroriza la definitiva independencia que dejen caer sobre mí.

 

Soy joven y a menudo me sorprendo prefiriendo la compañía fiel e inmutable de mis animales, (que cuentan conmigo para todas sus necesidades) antes que la impredecible y variante, humana.

 

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