Pequeños placeres.

Durante mi último recorrido en metro, acabé sentada en frente de un chico que me llamó la atención. Era pálido, muy alto, con un estilo de vestir que me gustaba, unos ojos negros y grandes, el bigote más oscuro que el resto de la barba…

Desprendía una tranquilidad reconfortante.

 

Pasamos el tiempo mirando por la mejor ventana, compartiendo vistas de los jardines verdes y las grises carreteras.

 

Nos bajamos incluso en la misma parada. Yo antes que él porque se hizo a un lado para dejarme salir.

Piqué y archivé su recuerdo en “anécdotas que merecen la pena escribir”.

 

Ayer, mientras esperaba a un amigo mío y releía el menú de la cafetería por enésima vez, volví a verle.

Sonreí por lo inesperado del momento, mientras él subía por las escaleras acompañado de otro chico.

Se dio la vuelta para recoger la bufanda de rayas que colgaba del ancho cuello y me vio. Pasaron los segundos pero finalmente, me saludó. Le sonreí porque sabía quién era yo.

 

Me sentí un poquito singular, menos corriente. ¿Había en mí algún rasgo que le pareciera especialmente destacable? O simplemente se le daban bien las caras.