Persistente.

Nací con un hambre insaciable para aprender. Desde siempre, he pensado que estudiar es un placer y suelo dedicar tardes enteras a leer sobre cualquier cosa, todo. Soy de naturaleza curiosa, hago muchas preguntas y acumulo información como hacen las ardillas con sus frutos secos, antes de que llegue el invierno. Sin embargo, recientemente he pasado por una etapa en la que creía que esta pasión mía, acabaría conmigo. 

 

Primero de bachillerato se esfumó en un abrir y cerrar de ojos, entre tantos cambios, la mudanza a Estados Unidos, los nuevos amigos… 

Segundo ha sido lo contrario, un infierno insoportable, de pesadilla. Me esforcé durante el curso con empeño y concentración, sacrificando tiempo libre, planes valiosos… Lo normal, ¿verdad? 

Hasta que tomé conciencia que tenía que prepararme la Selectividad (que se acercaba cada vez más), desde mi casa, en pleno julio, insegura, en condiciones poco ideales. 

 

Antiguos alumnos me decían que los exámenes eran menos difíciles de lo que aparentaban y que los correctores serían comprensivos con nuestra promoción. 

Mis profesores no estaban de acuerdo y seguían cargándonos con prácticas y deberes pues consideraban que nunca era suficiente. 

Mis amigos me animaban aunque apenas me conectaba a las redes y me llevaba incluso días, sin (poder) contestarles a los mensajes. 

Mi familia me pedía que me tranquilizase, ellos sí confiaban en mis capacidades pero yo no les hice caso y seguía agobiándome. Me sentía culpable por descansar más de diez minutos seguidos y sólo salía de casa para lo imprescindible.  

 

No dormía igual, hasta soñaba con los temas que repasaba durante horas y horas, si no me había quedado dormida ya, en el cuarto de estudio. No dejaba de tener sueño a lo lardo del día, que combatía con tazas de café helado. Vi cómo mi energía se iba apagando.

Me dolía la cabeza a menudo y notaba latigazos de dolor, rojos tras los párpados. 

Me zumbaban los oídos, tenía náuseas, fatiga.

No quería defraudar mis propias expectativas, lloraba, me desesperaba y me frustraba. Pero mi autoexigencia no me daba tregua. La voz ambiciosa que vive en mí, me motivaba (para bien y para mal), a seguir, aguantar y no rendirme. 

 

Dejé de disfrutar de mis asignaturas favoritas. Perdí apetito y consecuentemente, peso.

Sustituí mi música por los podcasts de historia de España e historia del Arte. 

Odiaba las prisas que me obligaban a seguir los horarios que me había impuesto. Odiaba tener que pedir perdón por cortar conversaciones cuando me llamaban por teléfono. 

La presión me oprimía el pecho. Tenía miedo de perder la compostura y también tenía miedo por aquellas personas que se sumían en la misma desesperación que yo. 

 

Selectividad terminó el nueve de julio. Llevo tres semanas de vacaciones, entonces, ¿por qué sigo dándole vueltas al tema? Pues porque ayer me matriculé en la carrera que más deseaba, oficialmente soy universitaria. 

Junto a la emoción de vivir las maravillosas experiencias que imagino, conviven los nervios que jugaban con mi estómago antes. No quiero volver a sacrificarme así. 

Aunque sé que lo haré, si hiciese falta porque por encima de todo, he estado esperando este momento muchos años y mis ganas de aprender ya se van recargando. Pronto, necesitarán estímulos y yo estoy dispuesta a buscarlos. Saciar mi hambre intelectual, asistir a clases que me llenen y mantener conversaciones significativas, cara a cara, que me hagan reflexionar. 

Sólo espero que el coronavirus me lo permita. No me apetece empezar la carrera confinada, ese es mi límite.