Por piedad, llevadme.

En los quince años que llevo de vida, sólo me he adentrado en mar abierto dos veces. La primera fue en un velero modesto y la segunda, en un yate pequeño (junto a un conductor llamado Walter). El velero partió en Almería, el yate desde Mallorca. Las playas eran salvajes, las calas reservadas y las olas tenían otra intensidad de azul. No tengo la menor idea de cuántos kilómetros habremos recorrido o cuánto combustible se ha quemado porque me estoy alejando de la orilla, me esperan mares diferentes.

 

Gustavo Adolfo Bécquer es un hombre admirable cuyas rimas y leyendas se tardarán en igualar. Hay uno de ellas que se repite en mi cabeza a menudo, el de las olas despiadadas. Con voz profunda y melancólica, grito:

 

Olas gigantes que os rompéis bramando

en las playas desiertas y remotas,

envuelto entre la sábana de espumas,

¡llevadme con vosotras!

Ráfagas de huracán que arrebatáis

del alto bosque las marchitas hojas,

arrastrado en el ciego torbellino,

¡llevadme con vosotras!

Nubes de tempestad que rompe el rayo

y en fuego ornáis las desprendidas orlas,

arrebatado entre la niebla oscura,

¡llevadme con vosotras!

Llevadme por piedad a donde el vértigo

con la razón me arranque la memoria.

¡Por piedad! ¡Tengo miedo de quedarme

con mi dolor a solas!”

 

Es mi poema favorito. Por sus olas crueles, por su mordaz locura y triste soledad.

 

Así pues, tumbada sobre el capote del barco, invoco a Bécquer para que se reencuentre con su amado mar. Juntos saltamos encima de él, riendo y temblando de frío. Cuando nos serenamos por fin, volvemos a zambullirnos en su inmensidad, buscando peces y burlándonos de las olas (aquí afuera somos inalcanzables).

 

Tras largo rato, pongo los pies en el suelo. Me despido de Bécquer con una mirada nostálgica hacia el puerto, pensando que mi escritor tuvo que hacer algún paseo en barco, o no habría podido entender mis sentimientos con tanta precisión!

 

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