Tomás y Clara.
Fue un día de intensa y preciada lluvia cuando los conocí. El miércoles pasado, el frío comienza a apoderarse de nosotros. Sutil y despiadado. Salimos a celebrar el santo de mi tía. Y en ese instante... Cayó el diluvio. Creo que nunca me sentí tan afortunada. Debíamos coger un autobús así que testarudos y clavándonos los paraguas en los ojos, arrastramos nuestras mochilas hacia la parada. Para rematar la faena os cuento que encima había prisa. Pero yo disfrutaba de la lluvia. Mis zapatos inundados, mi pelo recién lavado se volvía a remojar. Temía por mi ordenador que iba en mi mojada mochila. Tenía las manos congeladas y en resbalaban por mis mejillas las gotas de agua. Y seguía chapoteando. De repente vi dos perros. Estábamos muy cerca de la parada. Uno era un precioso husky y el otro un chuchillo pequeñito. Mi padre me dijo que el chucho se llamaba Clara (él le puso el nombre). Una fiel perrilla que le acompañaba a la esquina. Más adelante bauticé al Husky como Tomás. Porque no conozco a ningún Tomás. Él era tan singular como su nombre. Parecía un fantasma. Se movía con envidiosa elegancia. Botaba en círculos con sus largas patas, no me quitaba la vista de encima. Algo que me hacía estremecer. Vaya ojos! Transparentes y brillantes. Era un poco desconfiado. Clara era torpona y bajita. Movía mucho el rabo y se le caía el encrespado pelo. Le lloraban los ojos. Quise quedarme con ellos... Curioso par hacían. Pero me tuve que despedir de ellos para esperar 25 minutos en la parada. La niebla pesada y la carretera encharcada. Tenía mono de villancicos así que los canté. Poco tiempo, mi hermano me hizo callar. Y así nos quedamos, gracioso panorama. Hasta que mi madre decidió comprobar si el autobús verdaderamente había pasado. Tuvimos que volver a casa, pudiendo así disfrutar de mis nuevos amigos.
Yo hacía lo mismo con mi paraguas. Tiritando y entumecidos que estaban. Fue un bonito día.