Un invierno musical.
Tendría que haber esperado a que pasara el frío que se enrolla en mis dedos, celoso, asfixiando la sangre que lucha por palpitar, para retomar el piano. Me duelen las manos, entumecidas por la humedad entre estas cuatro paredes. A veces consigo notar cómo se reactiva la circulación. Suele ser cuando presiono las teclas más desgastada porque tengo que inclinarme sobre ellas y poner especial esfuerzo para hacerlas sonar.
Desearía no tener un piano tan viejo y difícil.
Entonces, recuerdo como mi antigua profesora tocaba donde fuera, sin importarle su alrededor ni quienes estuvieran escuchando. Ella era su primera prioridad y lo demás quedaba en segundo lugar.
Me gusta el invierno pero me cuesta lágrimas y sufrimiento practicar.
Tengo que hacer pausas frecuentes y sentarme en la hierba seca junto a mis perros; dejar que me calienten los cálidos rayos del sol. Escapar temporalmente a una primavera ficticia.
Aunque no duro mucho tiempo fuera porque nos echamos de menos, mi piano y yo. Somos un equipo original de melodías desafinadas en un despacho pequeño y desordenado.
Qué caótico.