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La guerra.

¿Pero qué está siendo de la humanidad?
Por favor, que mi corazón no puede más.
Yo solo quería vivir en paz y tranquilidad.
Todas las esperanzas que teníamos porque el año nuevo trajese una realidad mejor… y miradnos, qué tremenda decepción.
Ahora mismo solo hay desesperación e incertidumbre.
Terror, lágrimas y sudor.

Por culpa de la manipuladora mano de un hombre que desgraciadamente, se cree superior.
Su cara no deja entrever emoción alguna, ¿será que no las tiene siquiera?
Porque parece que sobre su conciencia no pesa ni una sola muerte.
¿Qué es lo que quiere y qué precio estaría dispuesto a hacernos pagar por ello?
Sus delirios de grandeza me parecen aplastantes, insensatos e irracionales.

¿Dónde quedó la supuesta modernidad del siglo XXI de la que nos gusta presumir hasta la saciedad?
¿No se suponía que en este mundo todos somos (éramos) iguales? ¿Cómo pretenden justificar la pérdida de miles y millones de personas, entonces?
¿Y si mañana soy yo la que no despierta? No tendría ni la más mínima oportunidad de despedirme de mis seres queridos, mis sueños, mi futuro.
No hay últimas voluntades, otra pérdida en lo que concierne a los derechos humanos básicos y fundamentales.
El dolor que estarán sintiendo aquellas personas a las que tanto se les ha arrebatado, debe ser indecible.

Y yo odio esta sensación de tensión constante.
Me apetece fundirme con la tierra, que  ella me haga desaparecer de la superficie hasta que pase el sufrimiento.
Yo sé que en su interior me entiende, que también tiembla y se estremece, que llora por los hijos e hijas a los que no verá crecer porque es demasiado tarde.
Ya no hay vuelta atrás, no hay máquina del tiempo con la que poder arreglar el desastre, tal es el calibre.
Estamos fracasando, vamos a necesitar un auténtico milagro.

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Somewhere only we know.

Recuerdo la primera vez que me enseñaste tu habitación como si fuese ayer. 

Me llamó la atención por varias razones aunque la mayoría no las recuerdo porque estaban nubladas por los nervios que yo sentía de estar en ese espacio tan tuyo. 

Aunque sí hay un par que permanecen en mi memoria… 

 

Lo primero que pensé era que tu esencia, una que yo consideraba caótica, artística y misteriosa, había sido captada a la perfección. Tú eras para mí un puzzle que yo me moría por descifrar y a mi alrededor, en aquel momento, me auto convencí de que podía encontrar las piezas que me faltaban para completar la imagen que tenía de ti. Por alguna extraña razón, creía que quizás así, lograría descifrarte.  

Aquella incertidumbre por lo desconocido, desapareció repentinamente y comencé a intuir que este era un lugar seguro, como bien me confirmaste más tarde.

 

La segunda razón por la que me hallaba fascinada, era la distribución de colores sobre las paredes. A día de hoy, no pueden apreciarse con total claridad gracias a ese afán tuyo de colgar fotografías, pósters, mis dibujos (los “trocitos de arte” que te regalo)..., por doquier. Tú y tu necesidad de exponerlos, de hacer público tu orgullo por mí y de recrear tus vivencias favoritas, dejan muy pocos huecos en blanco. 

Junto a tu galería personalizada se encontraba la pared turquesa, destacando sobre las demás, que eran de una tonalidad apagada, grises. 

¡Qué raro me pareció eso! Pero apenas nos conocíamos en aquellos tiempos, así que decidí guardar mis preguntas para un futuro, (que deseaba cercano) en el que yo tuviese la certeza de que no te fuesen a incomodar. 

 

Por fin me atrevo a interrogarte este verano y me doy cuenta que no puedo ser más feliz de haberlo hecho aquí, tumbada junto a ti en tu cama, con los pies en alto y tratando de ignorar mi alarma, que estaría a punto de sonar como de costumbre. 

Sin querer salir de nuestra burbuja, me concentro en la historia que estabas a punto de contarme. 

Así que, ignorando el poco tiempo que nos queda antes de que tuviese que irme (siempre deprisa) a coger mis autobuses, empiezas a hablar.

Entonces, me cuentas toda clase de cosas maravillosas, ocultas bajo el peculiar turquesa de la pared. Yo nunca las habría podido imaginar por mí misma pero sí con tu ayuda. 

Cosas como el poder que tienes de sentirte transportada hacia uno de tus lugares favoritos, a tu casa junto al mar, a la playa. 

Cómo con solo contemplar ese intenso azul, se podía hacer inmediatamente el silencio en el barullo constante en el que viven tus pensamientos. Podías llegar hasta el punto de quedarte únicamente con los buenos recuerdos. 

 

Me decías que te hace pensar en la naturaleza porque forma una parte grande de ti y que te sentías identificada con ella; tú también has sido diferente.

Que esa ligera diferencia te ayudó mucho. Con mudanzas, con la soledad, a empezar de nuevo en aquel lugar ficticio que te creabas, uno en el que nadie te conocía, a encontrar tu libertad. 

“Es una pared muy especial, pura, aunque no te sepa explicar exactamente por qué.” 

Y yo admiro la conexión que tienes con tu imaginación. Mis paredes no me cuentan tantas historias. 

Estarías mirando mi cara de confusión porque cuando dejas de hablar, me dices que no me preocupe, que no es nada que se pueda o se tenga que entender, que ni tú lo/te comprendes a veces.

Se escucha el ruido estridente de la alarma y sonríes, fingiendo que acabas de terminar una famosa entrevista porque no serías tú si no le quitases importancia a ciertos asuntos, con la ocasional payasada.  

“El tema del próximo programa será… El amor”, concluyes, como si estas charlas nuestras fuesen algo que hiciésemos cada semana para un público expectante.

Luego, me acompañaste a la parada para asegurarte que no llegaba tarde a mi propia casa y que yo me fui con muchísimas ganas de volver a escucharte.

 

 
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Estoy triste.

Estoy triste pero también frustrada, cansada y terriblemente enfadada.

La causa de mi inspiración esta noche no es precisamente positiva pero es sumamente necesario hablar de ella... 

En las noticias últimamente, aparece a menudo el tema del medio ambiente, el de las catástrofes que nos acechan, el de los fuegos que no dejan de brotar y un largo etcétera, seguro que os habéis dado cuenta.

 

Me siento impotente porque a mi alrededor veo que apenas hay personas que se preocupen por el mundo como lo hago yo y es una realidad que no me gusta. Me provoca una ansiedad desbordante que siempre termina por hacerme llorar. 

Esta es una responsabilidad demasiado pesada como para que mis hombros puedan con ella y sería más llevadero si pudiese compartirla pero muchos no están dispuestos a repartirla, pues eso implicaría tomar conciencia.  

 

Mientras, millones de especies pierden sus hogares y pasan el resto de sus días encarceladas en estanques claustrofóbicos y jaulas que no ven la luz del sol. Otras, mueren bajo la balanza que nosotros hemos alterado. 

Entre ellos solía haber un equilibrio perfecto que ahora se encuentra en peligro de extinción, un logro más para nuestra macabra colección.  

El mar se oscurece, los ríos se empequeñecen y a sus orillas quedan varadas bolsas de plástico, mascarillas y derivados varios: objetos que tardarán en desaparecer el doble o quizás el triple, del tiempo que a la humanidad le queda de vida. 

Por no hablar del Ártico, que se derrite a un ritmo inexorable. 

 

¿Y todo para qué? ¿Qué importa quién produzca más, quienes tengan menos? A ojos de la naturaleza somos iguales, tanto ricos como pobres pero eso no hace menos vergonzoso el hecho de que aún haya países enteros que no puedan alimentar a sus habitantes. Encima de la cadena alimenticia se encuentran quienes tiran la comida a diario porque pueden, porque sobra. 

 

Me duele que haya personas que sigan diciendo que reciclar no sirve para nada, son las mismas que dejan el grifo abierto como si el agua se tratase de un recurso eterno. ¿Que para qué, si podría no haber un mañana?

En parte les entiendo, yo también tengo momentos en los que me apetece volver la cara y esconderme bajo la almohada. 

Refugiarme en una burbuja particular a mi medida para no tener que hacer frente a las maldades del exterior, a los virus y a las enfermedades. Poder disfrutar de una sensación de seguridad permanente, descansar. 

Tengo momentos pesimistas en los que pienso si de verdad merece la pena pasarme la vida estudiando, trabajando, interpretando este papel de adulta en el que no acabo de encajar, que me queda dos tallas grande, cuando otros se dedican a pasarlo bien. A secas, sin compromisos, ataduras o sentido de la cordura. 

¿Por qué no acabar con esto y dedicarme a ser una rebelde (aunque con causa)? Ganas no me faltan. 

 

¿Qué puedo hacer yo para cambiar el mundo, el sistema, si no recibo la ayuda adecuada? Si los políticos en los que confiamos nos sofocan y callan, por favor, ¿a qué esperamos para deshacernos de la mordaza? En esta carrera contrarreloj, ¡toda ventaja cuenta! 

Quiero vivir y morir cuando llegue la hora por causas naturales y no por culpa de algún desastre fatal que azote el mundo como consecuencia de nuestras acciones. No quiero que nos veamos forzados a huir a un planeta lejano cuando el nuestro nos necesita tanto, que la derrota aún es reversible. 

Por ahora me consuelo con escribir un pequeño poema con el fin de desahogarme, un objetivo que solo he cumplido a medias, ya que está compuesto de palabras que tampoco tendrán un gran futuro. 

No obstante, desde pequeña me enseñaron que no hay que perder la esperanza, un importante mensaje al que aferrarse. 

Si lees esto, ojalá tú también decidas inspirarte y sumarte a la lucha, si todavía no formabas parte de la resistencia. 

 

 
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Un sueño que tuve anoche:

Tú y yo paseando por las calles de Sevilla, como de costumbre. Saludamos a la Catedral, a la Giralda, perseguimos el tranvía y sorteamos a la gente. 

No había coronavirus, así que no llevábamos mascarillas incómodas que tapasen nuestra sonrisa. 

Nos estábamos haciendo fotos pero salieron en blanco y negro por un fallo de la cámara (mi móvil hace cosas bastante raras últimamente). En ellas parecía que el día estaba triste, que llovía pero no se veía a nadie con paraguas y nosotras nos divertíamos. Éramos las únicas. 

Las vacaciones de navidad aún no habían acabado y yo creía que teníamos tiempo de sobra, hasta para malgastarlo. 

Nos quisimos mucho, caminábamos cogidas de la mano como prueba de ello. 

 

Dieron las siete y entramos a merendar en el primer sitio que encontramos con opciones veganas, antes de que se nos hiciese tarde. Alguna que otra vez se nos ha pasado la hora.

Siempre tan despistadas. 

 

Nos sentamos y pedimos rápidamente: teníamos claro lo que se nos apetecía. 

Mientras esperábamos, me dijiste que estabas haciendo las maletas para irte, no muy lejos aunque sí lo suficiente. 

Era la primera noticia que yo tenía sobre esto y no me sentí preparada para procesarlo. No conseguí entenderte, dejé de escuchar tus palabras. 

Le di un sorbo al café, que habían colocado cuidadosamente encima de la mesa, para disimular la sorpresa. 

Me atraganto con la bebida, que está demasiado caliente. 

Se me saltan las lágrimas mientras toso. Intento disipar el mal sabor de boca que comienzo a notar. 

Me golpea el agobio, que es como un químico que baja por mi esófago a destrozarme el estómago. 

Me levanto rápidamente para ir al baño. Necesito un pañuelo. Aire fresco.

La vista se me desenfoca. 

Tú no me sigues y no sé si te lo agradezco pero siento en ese momento que estás lejos, pensando en tu partida, en un futuro en el que ya no estoy incluida. 

Ojalá volvieses al presente a disfrutar de lo poco que todavía podemos vivir juntas. 

¿Por qué no me buscas?

Ojalá vinieras a abrazarme.

 
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¿Dónde estás?

¿Cómo te va la vida? Que últimamente apenas sé de ti. 

Pareces feliz, más tranquila pero ojalá formase parte de tu día a día para poder comprobarlo yo misma. 

Mi gran problema contigo es que te echo de menos y me da miedo decírtelo sinceramente, sin sarcasmo o burlas que lo camuflen, como suelo hacer. Por si tú no te sientes igual, por si has superado nuestra amistad. 

Tengo la terrible sensación de que ya no somos lo que éramos y soy la única que no está conforme con el cambio, la que quiere arreglarlo, la que te tiende la mano.

¿Crees que debería avanzar? La verdad es que estoy inevitablemente colgada de la complicidad que teníamos en nuestros comienzos, tres años atrás. 

Entonces, nos prometimos un futuro brillante. En él, íbamos a hacernos adultas juntas, luego ancianas jugadoras del bingo y obsesionadas con el yoga. Hasta hace poco, yo aún albergaba esperanzas porque nuestras imaginaciones se hiciesen realidad, a pesar de tu independencia y mi orgullo.

 

Ahora, hay sentimientos que se enfrían en mi interior y amenazan con irse. Yo intento convencerles de que se queden. Me declaran la guerra, rebeldes, mientras espero a que despiertes y me leas. 

Los mensajes “en visto” me torturan. Las historias ignoradas. Eres mucho más que las ocasionales notificaciones que me saltan en redes con tu nombre. Hace tiempo que desistí en buscarles el sentido pero al menos están, recordándome que sigues conmigo aunque a tu manera. Es algo mejor que el silencio total. 

 

Te necesito para hablar en voz alta de aquello que no nos decimos y resucitar las conversaciones que abruptamente, dejamos de tener. Los planes que tampoco hacemos: los mojitos olvidados, los paseos eternos por toda Sevilla, reírnos… Esas carcajadas tontas y sonoras que siempre has sabido provocarme.

A veces pienso en renunciar a ti, al  “antes” que quizás no pueda recuperarse. Enseguida me doy cuenta que ni siquiera sé cómo hacerlo, por dónde empezar. Me falta tantísima fuerza de voluntad.

 

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Persistente.

Nací con un hambre insaciable para aprender. Desde siempre, he pensado que estudiar es un placer y suelo dedicar tardes enteras a leer sobre cualquier cosa, todo. Soy de naturaleza curiosa, hago muchas preguntas y acumulo información como hacen las ardillas con sus frutos secos, antes de que llegue el invierno. Sin embargo, recientemente he pasado por una etapa en la que creía que esta pasión mía, acabaría conmigo. 

 

Primero de bachillerato se esfumó en un abrir y cerrar de ojos, entre tantos cambios, la mudanza a Estados Unidos, los nuevos amigos… 

Segundo ha sido lo contrario, un infierno insoportable, de pesadilla. Me esforcé durante el curso con empeño y concentración, sacrificando tiempo libre, planes valiosos… Lo normal, ¿verdad? 

Hasta que tomé conciencia que tenía que prepararme la Selectividad (que se acercaba cada vez más), desde mi casa, en pleno julio, insegura, en condiciones poco ideales. 

 

Antiguos alumnos me decían que los exámenes eran menos difíciles de lo que aparentaban y que los correctores serían comprensivos con nuestra promoción. 

Mis profesores no estaban de acuerdo y seguían cargándonos con prácticas y deberes pues consideraban que nunca era suficiente. 

Mis amigos me animaban aunque apenas me conectaba a las redes y me llevaba incluso días, sin (poder) contestarles a los mensajes. 

Mi familia me pedía que me tranquilizase, ellos sí confiaban en mis capacidades pero yo no les hice caso y seguía agobiándome. Me sentía culpable por descansar más de diez minutos seguidos y sólo salía de casa para lo imprescindible.  

 

No dormía igual, hasta soñaba con los temas que repasaba durante horas y horas, si no me había quedado dormida ya, en el cuarto de estudio. No dejaba de tener sueño a lo lardo del día, que combatía con tazas de café helado. Vi cómo mi energía se iba apagando.

Me dolía la cabeza a menudo y notaba latigazos de dolor, rojos tras los párpados. 

Me zumbaban los oídos, tenía náuseas, fatiga.

No quería defraudar mis propias expectativas, lloraba, me desesperaba y me frustraba. Pero mi autoexigencia no me daba tregua. La voz ambiciosa que vive en mí, me motivaba (para bien y para mal), a seguir, aguantar y no rendirme. 

 

Dejé de disfrutar de mis asignaturas favoritas. Perdí apetito y consecuentemente, peso.

Sustituí mi música por los podcasts de historia de España e historia del Arte. 

Odiaba las prisas que me obligaban a seguir los horarios que me había impuesto. Odiaba tener que pedir perdón por cortar conversaciones cuando me llamaban por teléfono. 

La presión me oprimía el pecho. Tenía miedo de perder la compostura y también tenía miedo por aquellas personas que se sumían en la misma desesperación que yo. 

 

Selectividad terminó el nueve de julio. Llevo tres semanas de vacaciones, entonces, ¿por qué sigo dándole vueltas al tema? Pues porque ayer me matriculé en la carrera que más deseaba, oficialmente soy universitaria. 

Junto a la emoción de vivir las maravillosas experiencias que imagino, conviven los nervios que jugaban con mi estómago antes. No quiero volver a sacrificarme así. 

Aunque sé que lo haré, si hiciese falta porque por encima de todo, he estado esperando este momento muchos años y mis ganas de aprender ya se van recargando. Pronto, necesitarán estímulos y yo estoy dispuesta a buscarlos. Saciar mi hambre intelectual, asistir a clases que me llenen y mantener conversaciones significativas, cara a cara, que me hagan reflexionar. 

Sólo espero que el coronavirus me lo permita. No me apetece empezar la carrera confinada, ese es mi límite.

 

 
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Avances.

El sábado dos de mayo, la vida de los andaluces dio un giro significativo, de 360 grados. 

Nos anunciaron que podríamos salir a pasear una hora, a hacer ejercicio, en compañía de un miembro de la familia (si no queríamos estar solos) y pasear a los perros varias veces al día.

Yo sacaba al mío casi todas las tardes pero lo hacía con prisas, temiendo toparme con un coche de policía (ocurría a menudo) y que bajaran la ventanilla para echarme la bronca por las mil cosas que estaba haciendo mal, a pesar de que me esforzaba por ser responsable y cumplir con las interminables medidas de seguridad.

No hemos “pasado” de fase pero nos sentimos igual de esperanzados, imaginando que la cuarentena está a punto de acabar. 

El ambiente ha cambiado tanto que vuelve a ser irreconocible... 

 

El parque “viejo”, el núcleo de mi urbanización, solía estar olvidado; otro recuerdo de una infancia lejana. Ahora, lo rodean niños en sus bicicletas, lo atraviesan perros sin correas, los adultos se sientan en bancos (separados), para discutir las últimas novedades y los adolescentes juegan al fútbol en las porterías oxidadas. 

Los hierbajos lo habían invadido todo y te arañaban las piernas si los rozabas sin querer pero alguien se está encargando de que no crezcan hasta descontrolarse.

 

Como tengo más libertad y tiempo desde que cruzo el umbral de mi puerta, me dedico a explorar calles que antes tenía prohibidas. Salgo por el puro placer de estirar las piernas, aprovecho mi hora de exterior al máximo. 

Al tener los mismos horarios, me encuentro con personas que no había visto nunca porque en otras circunstancias, nadie coincidía. No estábamos desesperados por hacer footing, repintar el buzón o podar los árboles. 

Nos saludamos cordialmente, incluso siendo desconocidos. 

 

Un hombre besa a su pareja en medio de una carretera porque dice que se siente bien. Bailan al ritmo de algo que ella tararea. Están eufóricos, imparables. 

El resto de los vecinos suben sus persianas, toman el sol en el jardín y hacen barbacoas. Hay ruido, música, felicidad murmurada en palabras de agradecimiento. Poco a poco, vamos dejando atrás el miedo. Despertamos de la realidad de pesadilla que nos arrebató la normalidad. 

 

Estoy deseando la llegada de las próximas fases, para vernos evolucionar. Con suerte, será más pronto que tarde.

 

 
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Una celebración diferente.

Hoy no tenía muchas ganas de levantarme porque ya no es mi cumpleaños. 

Empecé a tomar conciencia de ello cuando disminuyeron los mensajes de “¡felicidades!” aunque seguían entrando, incluso pasadas la medianoche. Mi día especial estaba acabando y mañana no sería igual. Tendría que volver a la realidad: a planificar con cuidado la tarde, las prisas, los apuntes de historia… Suena algo infantil. Es que, aún no me creo que mis dieciocho fueran tan fantásticos, habiéndolos pasado en cuarentena. 

Yo había perdido las esperanzas en cuanto anunciaron que el confinamiento duraría más de un mes. Había imaginado una fiesta enorme, alocada, divertida, lo típico que queremos los adolescentes por nuestra mayoría de edad: baile, amigos, alcohol, amor… Para una noche inolvidable. Y al final, lo tuve todo, a pesar de la distancia. 

Mi familia más cercana se conectó a cantarme por videollamada, mientras yo abría unos regalos estupendos, entre bocados de jugosa tarta de chocolate y chupitos del mejor Baileys que he probado nunca. Me quedo con estos recuerdos, que son mis favoritos: 

La banderilla que recortó mi madre (leía “Happy birthday”, estaba enmarcada por grandes globos negros) con la pequeña ayuda de mi hermano y padre. Las veces en las que me echó de la cocina a gritos para que no viese lo que me preparaba. 

Mi perro correteando hacia mí, por la mañana mientras yo desayunaba, con un regalo encajado en el collar. Le colgaba la lengua y me dio la espalda para que le acariciase, contento de cumplir con su cometido.

El poema que me escribió R, sobre el cálido día de invierno, en el que decidimos ir a la playa de Matalascañas porque sabíamos que la tendríamos sólo para nosotras. Nos bañamos, hicimos fotos, jugamos con la arena, nos preparamos la comida y cogimos los autobuses con independencia. Nuestros padres se preocuparon: no les parecía buena idea pero volvimos sanas y salvas, súper entusiasmadas.  

La canción que me compuso mi abuela, su dulce voz me acompaña desde la infancia. Es de mis mayores ilusiones en la vida, que haya recuperado su cante y menos mal o habría sido un desperdicio de talento.

El trozo de la carta de MW, cuyo final me tiene expectante. Además, me dedicó su primer dibujo digital y me llamó por teléfono (cosa que generalmente odia), para preguntarme cómo lo estaba pasando. Me gustó mucho, por cierto. Acabamos hablando una hora, no sé cómo. 

El increíble vídeo que me montó mi novia, compilando los felicitaciones de mis amigos. Los preciosos audios que me mandó la madrugada anterior. Estuve llorando de emoción hasta que me metí en la ducha y el agua obró su efecto calmante. La mullida toalla me terminó de secar las lágrimas. 

Lo rápido y profundamente que dormí, agotada de tantas emociones. 


Gracias, estaréis hartos de “escucharlo” pero tenía que decirlo de la manera que mejor sé porque a veces, estaba tan aturdida con la sorpresa, que no sé si lo expresé bien. Necesitaba haceros conscientes de lo que aquello significó para mí.

 

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Adiós.

Hace seis años que me enamoré por primera vez, de un chico que me hizo sufrir lo peor (a mí me lo parecía por aquel entonces), durante y al acabar la fase del desamor. Incluso cuando nos propusimos ser amigos. Aunque reconozco que yo también fui culpable de la forma tan retorcida que tomó nuestra “amistad”. 

A pesar de ello, le seguía buscando como la mosca que se da de bruces contra un cristal hasta que alguien, por fin, le abre la ventana. 

Lo nuestro llevaba caducado mucho tiempo y yo tardé en darme cuenta.  

Me esforzaba por mantener la conversación, seguía sus recomendaciones de series y libros para poder comentarlas pero nos fuimos distanciando, inevitablemente. Ya no estábamos en la misma clase, me cambié de colegio, dejamos de quedar… Preferimos otras compañías. 


En general, él me era indiferente hasta que llegaba abril. Su cumpleaños es una semana antes que el mío, muy fácil de recordar. Yo le felicitaba siempre porque sabía que él también lo haría. Era una especie de tregua: dejar a un lado los malos recuerdos que invocaban nuestros nombres en la pantalla para escribirnos un mensaje bonito que nos haría mejores personas. Aún me preocupaba ofenderle si no le dedicaba un par de minutos en su día.

Pero apenas tiene sentido a estas alturas de la historia, cuando no somos nada. Puedo prescindir de esta hipocresía y empezar a olvidar. Me voy a liberar. 

Quizás le sorprenda que este 2020, me niegue a felicitarle los dieciocho, el año “más importante” de nuestras vidas adolescentes. Acabo de romper este círculo vicioso, pisando fuerte. 

Es una victoria que me merezco.


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Apocalipsis.

Yo no iba a hablar del Coronavirus por aquí, de tan harta que estoy de él pero hoy hago una excepción, por ser el primer día de la cuarentena oficial. 

Todos llevamos esta última semana expectantes, la mayoría deseando que cancelaran las clases, los exámenes, las responsabilidades…

Creando historias que al principio parecían demasiado irreales, sobre lo que podría pasar en el futuro. 

Burlándonos de la gente que dramatizaba, vaciando supermercados, tapándose la cara con mascarillas, empapando sus manos de desinfectante... ¿Y ahora qué? El cuento se ha hecho realidad, una anécdota de película que contarles a nuestros hijos y nietos.

 

No voy a decir nada sobre el virus que no sepáis ya. Paso de estadísticas y “últimas noticias”. Con las redes sociales y el telediario ya tenemos suficiente. Yo venía a desahogarme porque me sentía inspirada, una vez más, por mi profesora de filosofía. 

Su asignatura era la última del día, antes de confinarnos en casa. Yo aún intentaba asimilar que esto estuviese ocurriendo de verdad, hacerme a la idea de no poder quedar, de verme privada de contacto, abrazos, besos, caricias. 

Mis planes frustrados y más al enterarme que las clases continuarían a través de la  pantalla, en el mundo virtual. 

Lo acepté tranquilamente para las demás asignaturas pero no fui capaz de hacerlo para filosofía. Me di cuenta al despedirme de mi profesora, cuando le di las gracias por hacernos reflexionar, desconectar de las presiones académicas, contagiando felicidad con sus luminosas y gigantescas sonrisas, siempre preocupada por nuestro bienestar. 

Ella me contestó al rato (hablábamos por whatsapp) y mis lágrimas volvieron a caer con sus palabras: su opinión de mí, sus ganas recíprocas de darnos filosofía. 

Nunca me habían hecho sentir así de valorada como alumna. Hacía mucho que no tenía un profesor tan cercano, que se expresara libremente y pusiese su plena atención en escuchar nuestras “ralladas”, en animarnos a pensar. 

 

Ante la incertidumbre de la evolución del virus, echaré de menos cada segundo de sus valiosas enseñanzas. Espero volver pronto a nuestra rutina y que nada cambie. 

 

 
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Los árboles también son personas.

Sí los árboles también son personas. Y ahora os contaré por qué. Pero antes quería excusarme y explicarme ante todos aquellos amigos que he tenido desde tanto tiempo atrás y que TODAVÍA no he tenido la decencia de invitar a mi hogar. Reconozco públicamente que me avergonzaba de mi casa. Pues todos...
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Mis amigos los cuervos.

Os voy a contar un pequeño tip por si os véis en un lugar desconocido y lo que deseáis es algo.. que os resulte familiar. Yo me he ido de mi país dos veces. He viajado un poquito también. Y sabéis lo que hacía cuando me montaba en el coche? Buscaba cuervos. Eran cuervos en concreto por dos razones;...
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La muerte no es eterna. Lo dicen los griegos.

Pues sí, la muerte no es eterna. No es posible. De vez en cuando navego por internet en busca de datos interesantes. Soy consciente de que no debería creer todo lo que leo online. No obstante, tenía curiosidad por ver lo que salía y 'googleé': "qué cosas saber" y había feed bastante alocado pero...
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Las manos tienen memoria.

Hagamos una cosa: haz una pausa y mírate la palma de las manos. Comprobemos si vemos esto de la misma manera. Te asombra las líneas que recorren tus dedos? Si es así, tú y yo compartimos punto de vista. A mí me fascinan. No creo que determinen tu futuro o.. El número de hijos que puedas tener. Pero...
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Llamas inquietas.

Llevamos 3 horas y 19 minutos de apagón, aquí en casa de mis abuelos. Tuvimos que encender un par de velas. Mi madre y yo no le quitamos ojo a    la misma vela. "La vela inquieta" La otra tiene una sola llama, fuerte y decisa. Esta no. Esta tiene dos llamas que queman los...
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Quién ser?

Recuerdo que hace muchos años yo no sabía quién ser. Me empecé a fijar en los demás para ver qué cosas los caracterizaban. Ya fuese sus expresiones o incluso su forma de andar. En esto último se basa la siguiente anécdota: yo copiaba la forma en la que andaban otros. Por ejemplo, si veía a alguien...
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Me engañó. Nos la jugó a todos.

Desde hace unos años quise ser actriz. Yo veía las películas y pensaba; "vaya! Todo es perfecto. Yo también lo quiero así." Sin embargo, es todo una gran estafa. Tener que fingir constantemente cosas que no sientes, ser alguien que nunca fuiste. Sería como vivir una mentira.  Pero sabéis quien...
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Fui polilla.

Me gustan las polillas. Ahora mismo hay una en mi cuarto que se choca contra mi foco. Viven en la oscuridad. Pasan tanto tiempo ocultas que se les olvida que una luz, por muy artificial que sea, les ilumine las alas. Por eso les gusta tanto. Las personas las odiamos por ser "feas". Si, son...
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Las muñecas son malas.

Por fin sábado. Hoy os quiero hablar de mis muñecas. Desde que era muy pequeña, nunca me han gustado las barbies, ni las nancies ni nada de eso. Pero había un par de muñecas de porcelana preciosas, que me gustaba contemplar.  No las podía coger; eran frágiles y delicadas. Además de éstas, mi...
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No está bien morir con los ojos abiertos.

Ayer le pregunté a mis  padres por qué las personas mueren con los ojos abiertos. Tardé un poco en conseguir una respuesta que me convenciera. Mi padre dijo que no siempre se muere con los ojos abiertos. Mi madre dice que es porque la muerte les coge por sorpresa. Yo lo único que sé es que...
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